miércoles, 15 de septiembre de 2010

El desarrollo emocional en la adolescencia -Alfonso Aguiló-

Recordar la propia juventud es algo siempre interesante. Cuando se es joven, y se vive rodeado de otros jóvenes en el ambiente escolar o en la familia, parecía quizá que todos teníamos un destino parecido. Pero si recordamos aquellos años nuestros, y vemos cómo fue pasando el tiempo, y cómo se fue fraguando nuestra vida personal, y cómo nuestro destino iba serpenteando por una ruta que quizá ahora, años después, nos parece asombrosa, comprendemos entonces que la adolescencia es una etapa decisiva.

La adolescencia es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos, la edad de los grandes ideales y de los grandes escepticismos. Una etapa en la que suele disminuir la autoconfianza y crecer la autoconciencia, en la que quizá emerge una imagen propia inflexible y contradictoria, años de frecuentes dudas y tempestades interiores. Y una de las batallas más decisivas se refiere al equilibrio afectivo.
Complejidad de los sentimientos
Muchos experimentan, por ejemplo, una amarga sensación de rebeldía por no poder controlar sus propios sentimientos. Se sienten tristes y desalentados -o incluso resentidos y culpables- por ser incapaces de sentirlo que piensan que deben sentir.

Quizá son demasiado inquisitivos, y quieren verlo todo con una claridad que la vida no siempre puede dar. Quieren entrar en su vida afectiva con mucho ímpetu, y pretenden salir luego de ella seguros y claros, con todas sus ideas como en letra de molde, como aquellas viejas planas de caligrafía de los primeros años del colegio, limpias y sin la menor tachadura. Y al chocar con la complejidad de sus propios sentimientos, se encuentran como inundados por una tristeza grande, y pueden sentir incluso ganas de llorar, y si les preguntas por qué están así, es fácil que respondan desolados: "No lo sé".

Estilo emocional
A esa edad hay muchas cosas que ordenar dentro de uno mismo. Hay quizá muchos proyectos y, con los proyectos, inseguridades. Y no hay siempre una lógica y un orden claros en su cabeza. Se mezclan muchos sentimientos que pugnan por salir a la superficie. Las preocupaciones de la jornada, la rumiación de recuerdos pasados que resultan agradables o dolorosos, y que quizá se deforman en un ambiente interior enrarecido, todo esto mezcla a las altas aspiraciones con impulsos hormonales que a veces no pueden manejar.

En medio de esa amalgama de sentimientos -algunos opuestos entre sí- va cristalizando el estilo emocional del adolescente. Día a día irá consolidando un modo propio de abordar los problemas afectivos, una manera de interpretarlos que tendrá su sello personal, y que con el tiempo constituirá una parte muy importante de su carácter.
Desde la inteligencia
La vida afectiva de cada uno es el resultado de toda una larga historia de creación y de decisiones personales. No podemos llegar a tener un control directo y pleno sobre nuestros sentimientos, pero sí un cierto gobierno de ellos desde nuestra inteligencia. Todos somos abordados continuamente por sentimientos espontáneos del género más diverso, y una de las funciones de nuestra inteligencia es precisamente controlar esos sentimientos.

La inteligencia va ensayando actitudes ante los diferentes tipos de sentimientos que se nos presentan, y así va aprendiendo estrategias para influir de alguna manera en nuestra vida afectiva. Por ejemplo, ante un comentario que ha suscitado en nosotros un sentimiento de irritación, podemos intentar sobreponernos adoptando una actitud dialogante, quitando importancia al posible agravio; también podemos responder con una actitud tolerante, como subrayando el respeto a otras valoraciones distintas a las nuestras; o incluso con una actitud de ironía teñida de humor, para relajar la tensión que se haya podido crear.
Hay muchas formas de influir en nuestra vida afectiva, y en todos los casos es la inteligencia quien se esfuerza en proponer actitudes que permitan activar o amortiguar a nuestra voluntad algunos de nuestros propios resortes sentimentales.
La época de los ideales
En la historia de cada persona aparece, con mayor o menor frecuencia e intensidad, la voz del ideal. Un valor o un conjunto de valores que, poco a poco, o de modo fulminante, cobran relieve en nuestro aprecio, se destacan entre otros posibles, los percibimos como más entrañables, más propios, más personales. Son como destellos que van surgiendo desde edades tempranas y que después, en la adolescencia, adquirirán una viveza mucho mayor.

Es algo que madura en nosotros y que con el tiempo se nos muestra como algo que debe definirnos y diferenciarnos, que da sentido a lo que hacemos. Y experimentamos esos ideales como algo que viene a nosotros, a lo que estamos llamados. Como algo que, aunque esté sujeto a nuestra decisión, es casi más recibido que elegido. Como algo que necesita ser reconocido y asumido. Como algo que a la vez atrae y exige, que a un tiempo nos compromete y nos eleva.
Comienza un proceso que atravesará su etapa más delicada durante los años de la adolescencia. Una travesía que se caracterizará, sobre todo, por sus imprevisibles contrastes. Un camino estimulante y doloroso a la vez, de claridades y de tinieblas, de afanes apasionados y de terribles vacilaciones y que concluirá habiendo definido –al menos en sus principales líneas- el estilo afectivo personal.


Mi comentario: De ahí que sea tan importante vigilar a la distancia, con amor, con paciencia y tolerancia. Tratar en la medida de los posible de encontrar canales de diálogo. De ello, hablaremos pronto.

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