martes, 31 de agosto de 2010

La lectura y los adolescentes 1

Seguramente muchos educadores habrán compartido la angustia de la tristemente famosa pregunta de padres angustiados: ¿Qué hago para que mi hijo lea? Ello demuestra que aquellos comparten con nosotros la misma inquietud por mejorar el nivel lector de los chicos.

Los adolescentes ya no quieren leer y una de las razones primordiales de ello es la falta de motivación. Cabe agregar que existen otros elementos que contribuyen también a desmotivarlos: las tentaciones tecnológicas, el interés por su propia imagen: el chico que pasa horas leyendo es mal visto por sus pares, la propia inercia de la edad, entre otras. Pero también hay que admitir que el propio trabajo docente anula el placer de la lectura: tenemos que cumplir con un programa, hay que obligarlos a leer obras que en muchos casos tienen temas aburridos y los chicos no pueden dejar de cumplir con su responsabilidad. Nuestro rol termina siendo impositivo. Los niños que leían, al llegar a la adolescencia dejaban de hacerlo. Los chicos han cambiado en más de un aspecto. El preferir estar con sus amigos, pasarse la tarde escuchando música o frente a la computadora, era un síntoma de que la escala de preferencias y valores también está sufriendo un cambio.


Nos planteamos una primera pregunta: ¿Por qué nuestros hijos no leen? Tratamos de descubrir las causas, pues los síntomas ya eran conocidos. Tenemos que reconocer como motivo principal está la obligación que tienen de leer. Efectivamente, ahí comprobamos que para no dejar de cumplir con las lecturas impuestas por sus maestros usan los típicos atajos: leen solo los capítulos finales, bajan los resúmenes de “El rincón del vago” , o en el mejor (o peor) de los casos buscaban un buen amigo que se vuelve automáticamente “su narrador de cuentos”.
Sin embargo, los mismos padres también aportan lo suyo haciendo autogoles... seguiremos en la próxima publicación. El viernes.

martes, 24 de agosto de 2010

Llorando por adelantado

Los sistemas suelen funcionar si es que hay coherencia entre los límites que se predican y los que se aplican. De qué sirve tener un horario medido, digo, organizado entre 8 am y 3 pm, si luego habrá una orgía del tiempo en donde la computadora, la tele y las responsabilidades se yuxtaponen las unas sobre las otras.

Para qué le voy a buscar a mi hijo actividades extracurriculares que llenen su tiempo si un mes hace natación, pero al siguiente mes que ya no quiera va a hacer fútbol, y al siguiente como no le gusta el entrenador va a ser box tailandés, y al siguiente como el horario le da flojera quiere ir al gimnasio. Como los padres saben que el deporte es bueno siguen el amén y el monstruito no aprende jamás la noción de compromiso, disciplina, diversión y a la vez sacrificio que el deporte implica. Ojo: ¿cuál es la respuesta que como padres tenemos ante esto? : Si no hay problema, la cosa es que haga deporte y así no me peleo con mi hijo/a.

¿Cuántas batallas hemos dejado de pelear por el simple hecho de no molestarnos con nuestros hijos y comernos una discusión? ¿Cuántas veces hemos cedido para no vivir dentro de la casa otra situación mayor de estrés a la que ya nos vemos sometidos laboralmente todos los días? ¿Cuántas veces la criatura se ha salido con la suya y “todos muy felices” sin haber tenido ninguna pelea?

Solo el futuro tendrá la crudeza de echarnos a la cara ciertas señales en donde cuánto nos preguntemos ¿dónde nos equivocamos? La respuesta estará en unos lentes de piscina hongueados durmiendo en un cajón.

martes, 17 de agosto de 2010

En (+)

A veces uno tiene un mal día, y el trabajo de corregir no termina. Después de un tráfico atroz, estrés laboral, cansancio físico y a veces coordenadas inesperables todo se conjuga a tener un humor realmente cruzado... Uno empieza a corregir y descubre un trabajo genial, esforzado, divertido. Un trabajo que arranca una sonrisa y que como diría la propoganda de Master Card: no tiene precio. La jornada ha mejorado notoriamente, buen cierre del día.

Día siguiente: el profesor entra a clase de manera formal, casi marcial y nombra casi a gritos delante de todo el mundo. ¡Fulano! ¡Mengano! ¡Zutano! Sobre su trabajo debo decirles algo. Los chicos palidecen, se desorienta; el profesor continúa: ayer fue un día aciago para mí. Tenso, pesado, lleno de estrés, agotador y todo lo negro que puedan imaginarse. En eso, empiezo a revisar su trabajo y no he parado de reírme, en buena onda, con lo divertido y refrescante que fue su presentación. Ha sido un gusto enorme corregirlo, y aunque no han obtenido la nota máxima debido a algunos errores, merecen un reconocimiento público y sobre todo, POSITIVO.
Volvió el color a los rostros, las sonrisas iluminan tres caras como sol veraniego a mediodía. La clase muda rompe con un tímido aplauso que se generaliza y aunque otros grupos tuvieron el ansiado 20, estos chicos saben que ellos alcanzaron la gloria.
El 20 no siempre trae la felicidad, el reconocimiento público, a veces, tiene más valor para el adolescente que busca destacar del resto...
Educar en (+) que le llaman.

lunes, 9 de agosto de 2010

La puntuación, la sintaxis y el amor -Leila Macor-

De nuevo los invito a disfrutar de un texto que cayó en mis manos. Un texto que compartiré en lo pronto con mis alumnos, porque de alguna manera refleja la relación íntima entre vida y literatura. Relación placentera que trato de inculcar desde mi orilla. Agradezco el aporte de mi ex alumno y hoy gran amigo, Francisco Peirano.
La puntuación, la sintaxis y el amor
Por Leila Macor (de su libro Nosotros, los impostores).

Siempre que pongo un punto y coma sonrío. Me acuerdo de un amigo de mi hermano, a quien yo amaba como loca en mi adolescencia, que dijo una vez que un verdadero escritor se reconoce porque sabe usar el punto y coma. Por supuesto comencé a usar frenéticamente el punto y coma, aunque él nunca se dio cuenta de mi pericia puntuadora. Luego, en el colegio, escribía parodias de los poemas que estudiábamos en la clase de Literatura y las pegaba en la cartelera del salón, sólo para ver reír al chico del fondo que me gustaba y que no me hacía el menor caso, excepto cuando leía aquellas burlas gracias a las cuales yo existía un poquito para él.
Me enamoré después de un hippie. En consecuencia, un ejército de gnomos, hadas y plagiados cronopios tomó por asalto mis cuadernos, que por fortuna hice desaparecer de la faz de la Tierra. Mi primer novio leía a Nietzsche: en aquel tiempo escribí herméticamente versos oscuros sobre simbólicas tarántulas que hoy día no consigo entender (y creo que en aquel momento tampoco).
El siguiente fue un poeta para quien el punto y coma era tan feo e inelegante como una factura de la luz, los dos puntos un recurso vulgar destinado a un recetario de cocina y los paréntesis una trampa que esconde la incapacidad expresiva del escritor. Así que punto y coma, dos puntos y paréntesis quedaron proscritos de mi escritura durante un par de años. Sólo después de mucho esfuerzo los logré reincorporar.
Algunos de los hombres que me gustaron no eran lectores y simplifiqué mis textos; otros eran intelectuales y entonces los academicé, llenándolos de citas de Heidegger y Schopenhauer que tomaba prestadas de mi agenda. Una vez me enamoré de uno que amaba las oraciones cortas y las sentencias desadjetivadas; poco después me enamoré de otro que prefería el barroquismo y las descripciones delirantes: salté de Carver a Carpentier como quien cruza la calle. Después tuve un novio fanático de Rimbaud y de Baudelaire y yo me puse por tanto agresiva y negativa.

Luego vino un chico que odiaba el «sándwich literario», que es cuando se coloca un sustantivo entre dos adjetivos (por ejemplo, la «enigmática casa antigua»). Ergo, me volví implacable con los adjetivos, cacé sándwiches y acabé con todos ellos. El siguiente se la tenía jurada a los adverbios. Decía que son un bastón para apoyar a un verbo que no tiene suficiente fuerza. Saqué adverbios y usé sólo verbos autoválidos. Y otro abogaba por la eliminación de la palabra «como». La luna es un queso, no como un queso. El «como» ensucia la metáfora, decía, porque la transforma en una anodina comparación. Busqué entonces todos los «como» de mis archivos con Find and Replace y los borré de un manotón en el teclado.
Luego mi ex esposo se reveló como un gran admirador de Kundera y elogió las metáforas que «caen como un rayo iluminador sobre una escena». Intenté por ende, y durante años, imitar el rayo iluminador de Kundera. Pero ninguno de ellos se enteró jamás, lógicamente, de todo esto que se cocía entre la palabra y yo.

Desde que puedo recordar, la escritura ha sido mi forma más inadvertida, menos eficaz y peor orientada de coquetear.

lunes, 2 de agosto de 2010

Hoy, igual que ayer... pero diferente.

Un buen amigo de mis tiempos escolares me sugirió escribir sobre este tema: Tu sensación de exalumna / recuerdo de alumna. ¿Te ves (te crees ver) en alguna de tus alumnas? ¿Te ves muy diferente?

Aquí mis reflexiones.

Cuando estoy parada del otro lado de mi escritorio (pupitre –palabra en desuso-) y hago un esfuerzo por recordar cómo me sentía en mi rol de chiquilla y cómo veo ahora a quienes ocupan un lugar similar en el salón de clase, confieso que tengo que hacer un ejercicio mental de interiorización que resulta divertido, complejo y hasta doloroso.

Al igual que mis alumnos estuve en un colegio mixto, y al igual que ayer veo que los sentimientos de desorientación están latentes, son los mismos pero viven otro entorno. Pero al decir parecidos, yo misma dudo porque el origen de esas desorientaciones, angustias y miedos pueden ser diferentes. ¿En qué nos parecemos? En querer pasar por encima del límite, en creer que somos la última chupada del mango y nos sentimos con la capacidad de tomar decisiones recontra inteligentes.
Las chicas somos iguales cuando no sabemos qué ponernos, amargarnos cuando nos vino la regla el fin de semana que no debía y hacer de cada detalle insignificante una tragedia en nuestra vida. Verán que las mujeres de adultas no cambiamos mucho. No obstante, ahora siento más fuerte el sentimiento de "mírenme, aquí estoy". Todas quieren ser únicas: todas son iguales. Se des-cubren más, tienen más senos (¿serán las hormonas, serán los sostenes, será el material más strech?), creo que un 99.99 % tienen pelo largo, laaaaaaaaaaaaaargo, tienen un problema con su cuello dado que mueven la cabeza de un lado al otro mientras su cabellera sigue el ritmo... para nosotras era "cha.. qué bebe..." para ellas es: "ya pueeeeeeeeeeeeées" (chequear dónde he pueste la tilde). Los chicos no se quedan atrás siendo similares a lo que yo veía en mi amigos, toman a escondidas como cosacos volviéndose hombres por un segundo, creyéndose los gallos del gallinero y tratando de mostrar que manejan sus hormonas como les da la gana… Tienen músculos mucho más desarrollados que los adolescentes de antaño y están MUCHO más pendientes de su aspecto físico.

Tanto chicas y chicos hablan de ropa, de nutricionistas, de quién les gusta, con quién gilean, de su vida social, de “reus”, de sus excesos, de sus reglas, pero entre todos, con todos y para todos. Usando una gama de vocabulario maravillosamente prolífica y sin distinción de ningún tipo. Sin embargo, ante sus padres su palabra baúl es: normal. Tienen una vida millones de veces más expuesta porque así lo han decidido: basta con mirar algún Facebook. Hay menos límite y quizás menos pudor –en el que a veces se cruza la raya con mayor facilidad- un límite que nosotros como padres no hemos logrado establecer con paciencia y sabiduría. Cuando este intento ha sido impositivo, no ha funcionado del todo. Estos chicos suelen reclamarlo todo... su capacidad argumentativa es enooooooooooooooorme. Eso no creo que haya cambiado mucho, pero ahora estamos al otro lado en el sistema comunicativo.

Las chicas son las mismas si las miramos desde dentro, siempre estará la comedida, la tímida, la mandada, la que chapa con varios y la que nunca ha chapado. La que ya se emborrachó más de una vez, la que miente descaradamente, la lorna, la que cubre a las amigas, la acusete. La que parece pero no es, la que es... y no parece. Al final, todas conflictivas de una u otra manera. Los chicos, por su parte también son los mismos si los miramos desde dentro, el matón, el que quiere pasar piola, el lorna, el débil que trata de mantenerse encubierto, el que quiere ser y no puede (conocido como el wannabe, existiendo la versión femenina), el churro que se sabe churro, el bueno, el lindo, el que se embomba en todas las reus…

Ellos no son los distintos, somos los padres de mis alumno que por millones de razones hemos tenido, que educar a nuestros hijos de manera más improvisada que planificada. Los cambios tecnológicos, el estilo de vida, y hasta la política económica a veces nos hace dudar de que si la regla que dimos ayer es la adecuada. La rapidez con la que vivimos nos trae abajo más de lo que nosotros como adultos podemos aceptar.
Sin embargo, rescato un detalle, si fuéramos distintos en esencia no nos veríamos ni por asomo reflejados en nuestros hijos, repitiendo los errores que nosotros cometimos y sobrellevando/ disfrutando de una de las etapas más conflictivas de vida.
Ojalá que esto conteste a la pregunta de una u otra forma.